martes, 19 de agosto de 2014

El Estatuto Jurídico del Administrado

En ningún texto de nuestro Derecho positivo se encuentra expresamente reconocido el conjunto de derechos, deberes, obligaciones, etc que integran lo que se suele denominar por algunos el estatuto del administrado. En rigor, una exposición exhaustiva del mismo sólo es posible extrayéndolo del amplísimo contenido del Derecho administrativo en el que se halla disperso en multitud de normas generales (en el ámbito del procedimiento administrativo el artículo 35 de la Ley 30/1992 regula los derechos de los ciudadanos y el 39 el deber de colaboración de éstos con la Administración) y sectoriales, tarea, como fácilmente se comprenderá, inabarcable y quizá inútil. Por ello, cuando hablamos del estatuto del administrado no pretendemos sino apuntar los rasgos básicos de la posición genérica del administrado ante las Administraciones públicas.

Administrado y Derecho Administrativo

Aunque en la actualidad podemos trazar perfectamente esos rasgos, su génesis ha sido el resultado de una amplia evolución política que ha ido produciendo, a modo de sucesivos sedimentos, aspectos de esa posición en un accidentado proceso, no uniforme en todos los países, no concluido plenamente y siempre sometido al riesgo de involución. La emergencia de los diferentes aspectos a que nos referimos tampoco se ha realizado de forma homogéneamente sucesiva, antes bien se ha llevado a cabo de forma asimétrica, en función de muy diversas circunstancias.

Tres son las líneas que enmarcan la posición genérica del administrado: a) la preservación del ámbito de exención frente al poder a través del reconocimiento y protección de las libertades públicas y derechos fundamentales; b) su consideración como un ser menesteroso, sujeto de necesidades cuya satisfacción excede de las posibilidades de su esfera vital y exigen apelar a la solidaridad social: el administrado como usuario de servicios públicos; y c) su presencia en las instancias en que se ejerce el poder, como expresión de la identidad radical entre gobernantes y gobernados: la participación política y la participación en el ejercicio de funciones administrativas.

- La garantía del ámbito de la libertad


La reacción contra las formas de ejercicio absolutista del poder que significó la Revolución Francesa -origen de la forma de Estado que impregna gran parte de la cultura occidental-supuso antes que nada la proclamación de la libertad como ámbito de la persona exento de las coacciones e imposiciones del poder, la afirmación inmediata del individuo, como fin en sí mismo, no susceptible de instrumentalización para ningún tipo de fines. Hasta tal punto que toda la estructura del Estado está presidida por el afán de garantizar la libertad. Para ello, se proclaman las libertades públicas y demás derechos individuales y se aplica el principio de separación de poderes como fórmula de fragmentación del poder que sustituya la concentración típica de la etapa histórica anterior, funcionalizando esa separación en un sistema de frenos y contrapesos recíprocos -que el poder limite al poder (MONTESQUIEU)- de manera que quede garantizada la libertad.

La Constitución Española de 1978 en este sentido entronca con la más pura esencia revolucionaria. Así, su Preámbulo expresa el deseo de la Nación española de establecer la libertad y en su artículo 1º se consideran como valores superiores del ordenamiento jurídico, -entre otros, la libertad y el pluralismo político-. Ambos se diversifican en la amplia tabla de derechos que se reconocen y protegen a través de técnicas diversas en el Título I, en el que se encuentra la razón de ser de la Constitución y de la estructura de poder que en ella se diseña.

Los contenidos de ese título son la esencia misma de la juridicidad y la justificación de los poderes del Estado, en consecuencia a los derechos proclamados en él no cabe establecerle otros límites que los que la propia Constitución establece y a través de los cauces que ella dispone.

Sin embargo, no todos los derechos proclamados en el Título I de la CE tienen la misma significación ni igual es el rigor de su protección constitucional. Abstracción hecha del juicio que pueda merecer -se ha criticado bastante, por considerarla arbitraria en algunos aspectos- la clasificación que se desprende de la inclusión de los diversos derechos en la Sección 1ª -De los derechos fundamentales y libertades públicas- o 2ª -De los derechos y deberes de los ciudadanos- del Capítulo II o en el Capítulo III -De los principios rectores de la política social y económica-, lo cierto es que constituye el techo de nuestro ordenamiento, jurídico positivo y, por consiguiente, el punto de partida de toda la normatividad y el criterio último de interpretación jurídica. A través de estos derechos la Constitución, con más o menos exactitud, expresa una concepción del hombre y del Estado.

La esencia de esa concepción es la dignidad de la persona con todas las consecuencias que enuncia el artículo 10 y se manifiesta primariamente en los derechos fundamentales y las libertades públicas (Sección primera del Capítulo II) que aparece como protección de una esfera individual exenta frente al Estado, el ámbito del señorío del individuo -libertad ideológica, de expresión, de culto, de asociación, seguridad jurídica, derecho al honor y la intimidad, etc-, y, a la vez, como participación política en la formación de la voluntad general -ley- único cauce de limitación -autolomitación- de los derechos y libertades.

Estos derechos fundamentales y libertades públicas son el contenido más precioso y delicado del sistema de derechos diseñado en la Norma constitucional, de ahí que el constituyente extremase los instrumentos de delimitación de los mismos y las reacciones contra sus posibles vulneraciones. En efecto, sobre la garantías que con carácter general establece el artículo 53 para la delimitación de los derechos, el artículo 81 exige el carácter de Ley orgánica en las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas. Por otro lado, se establecen unos mecanismos específicos de tutela judicial a través de un procedimiento preferente y sumario (proceso contencioso- administrativo especial de protección jurisdiccional de los derechos fundamentales de la persona) y el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional.

Los derechos que se regulan en la Sección segunda del Capítulo II bajo la aludida rúbrica Derechos y deberes de los ciudadanos completan el panorama con la proyección de la libertad en los ámbitos más diversos: familiar (derecho a contraer matrimonio), patrimonial (derecho a la propiedad privada y la herencia, libertad de empresa, etc)- y la enumeración de los deberes básicos de los miembros de nuestra comunidad política -deber de contribuir al sostenimiento de las cargas públicas y deber de defender a España-. Se trata, quizá con errores e imprecisiones, de unos derechos que la Constitución considera necesarios para la preservación del ámbito de la libertad individual, pero no como manifestación directa de la personalidad, sino definiendo posiciones en el seno de las relaciones sociales. Como consecuencia, las posibilidades de limitación de éstos derechos son más amplias -algunos de ellos aparecen como claudicantes, en cuanto que poseen una potencial apertura al sacrificio: la propiedad, a través de la expropiación; la libertad de empresa sometida a las exigencias de la economía general y, en su caso de la planificación (art. 38), etc- y el ámbito que diseñan exige el concurso también de algunos deberes como son los indicados. A través de estos derechos y deberes la Constitución escoge, con gran amplitud, ciertamente, un modelo de sociedad que admite importantes cambios de orientación -según la mayoría parlamentaria de cada momento- a través de la regulación que de ellos haga la legalidad ordinaria. Por eso, el artículo 53. 1 reserva a la Ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, la regulación de estos derechos. El condicionamiento del respeto al contenido esencial constituye el parámetro de enjuiciamiento por el Tribunal Constitucional de la ordenación que efectúe la Ley ordinaria.

La tutela de estos derechos se dispensa, por tanto, a través del recurso y la cuestión de inconstitucionalidad contra las vulneraciones que procedan de la Ley y por los Tribunales ordinarios a través de los procedimientos legalmente establecidos y de conformidad con el desarrollo que de ellos realicen las leyes.

Con el reconocimiento de lo que se ha dado en llamar los derechos sociales o económico-sociales la Constitución supera la estrecha concepción liberal acerca del hombre para asumir elementos de otra procedencia. El hombre no es sólo sujeto de libertades, sino que también aparece afectado por numerosas necesidades a las que ha de subvenir con carácter previo a cualquier otra consideración. La proclamación de las libertades sin un entramado de medios para atender las necesidades primarias de la vida aparece próxima al sarcasmo -"libertad... ¿para que?" (LENIN) -: la salud, la vivienda, la protección en casos de necesidad, desempleo, la protección de la familia ... etc, es decir, la satisfacción general de las condiciones vitales mínimas es un presupuesto para que la libertad no se convierta en el patrimonio unos privilegiados y la igualdad en utopía. La Constitución impone, por tanto, como primaria obligación de los Poderes Públicos velar por que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas y concreta ese deber estableciendo unos principios rectores de la política social y económica (Título I Capítulo III), que enuncia como derechos de los ciudadanos a obtener los medios necesarios que les garanticen una existencia digna. A través de estos derechos no se trata ya de preservar un ámbito de exención frente a la acción del poder, sino de plantear el concurso de éste para la consecución de logros y objetivos concretos que se traducen en el bienestar general. El Estado ya no cumple con respetar sino que necesita actuar, promover esfuerzos, suscitar medios, etc mediante los cuales se produzcan resultados que serán mensurables y a los que se exige que satisfagan necesidades. Se comprende, por tanto, que el cumplimiento por parte del Estado de estas exigencias encierra una notoria mayor dificultad que el simple respeto a la libertad. Consiguientemente la Constitución no puede articular los contenidos de estos derechos sociales con el mismo rigor de exigibilidad que los demás. Por ello técnicamente no los configura como verdaderos derechos subjetivos, es decir, situaciones de poder exigir un comportamiento determinado traducible en un prestación de dar, hacer o no hacer que puede imponerse incluso coactivamente con el concurso de los Tribunales de Justicia. Los contenidos del Capítulo III del Título I de la Constitución, donde se encuentra el artículo 45 que consagra el derecho que todos tienen a disfrutar de un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona... así como el deber de conservarlo son principios informadores de la legislación positiva. la práctica judicial -y la actuación de los poderes públicos y sólo podrán ser alegados ante la jurisdicción ordinaria de acuerdo con las leyes que los desarrollen.

- El administrado y los servicios públicos


El servicio público -expresión cuyo análisis efectuaremos en otro momento- implica una actividad de la Administración pública que no se cifra en la mera abstención. De ahí que quedara fuera de lo que tradicionalmente y, sobre todo, en los momentos de mayor auge del liberalismo, era exigible jurídicamente y constituía el campo de la discrecionalidad administrativa. A través de los servicios públicos la Administración, de conformidad con las leyes que se interpretaban como simples normas habilitantes, proveía a la satisfacción de las necesidades colectivas cuando y como lo consideraba oportuno. La posición, por tanto, del administrado para exigir las prestaciones de los servicios públicos aparecía considerablemente más debilitada que para imponer sus esferas de libertad. Sólo en los casos en que un servicio público estuvieras establecido los particulares tenían derecho a acceder a él en los términos que dispusiese la reglamentación del servicio. Pero ni el momento de establecimiento del servicio ni las características de su prestación eran, de ordinario, exigibles a la Administración que disponía según su criterio, escudada, por lo general, en argumentaciones de tipo presupuestario y financiero.

Aunque con algunos cuarteamientos (servicios públicos en el ámbito de la Administración local) este planteamiento está vigente aún en gran medida, a pesar del hecho de que en nuestro Derecho positivo empiezan a darse los elementos necesarios para superarlo.

En efecto, en el entorno del Estado social, que ha de velar por que la libertad y la igualdad de los individuos y de los grupos en que se inserta sean reales y efectivas, no existe ningún prejuicio, más bien al contrario, que impida imponer al Estado conductas positivas que entrañen la construcción de la infraestructura vital necesaria para el verdadero disfrute de la libertad y la igualdad. Es más, el Capítulo III del Título I de la Constitución, antes citado, impone unos objetivos que, si bien no son exigibles directamente como derechos, según hemos visto, son algo más que adorno retórico, pues obligan al legislador a configurarlos -podrán ser alegados ante la jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen- de manera que a partir de dicho desarrollo sí podrán ser exigidos a los poderes públicos que habrán de proveer lo necesario para su satisfacción. Es evidente que la configuración de estos derechos entraña un mayor grado de complejidad que la simple determinación de los diversos ámbitos de libertad. Pero este dato no es excusa para dejar de realizar dicho desarrollo. Cual sea su nivel, su alcance concreto en cada caso corresponderá fijarlo al legislador de acuerdo con las prioridades del programa político de la mayoría gobernante. Esta determinará la calidad de las prestaciones, la modalidad de la gestión de los servicios públicos, el círculo de sus usuarios y las condiciones de acceso. Con independencia del grado o nivel de calidad que efectivamente puede depender de numerosas variables, lo que si está claro es que desde el punto de vista del Derecho pueden articularse las oportunas técnicas para vincular a la Administración al establecimiento de los servicios públicos en los términos que las leyes dispongan. Nada impone de modo irremediable que el administrado tenga que estar al albur de lo que desee la Administración.

Ante los servicio públicos que vienen funcionando la posición del administrado es notoriamente más favorable. Será la Ley del servicio la que fije las condiciones de acceso al mismo con sumisión a las exigencias del principio de igualdad. Este principio no rige en términos absolutos sino prohibiendo las discriminaciones arbitrarias lo que significa que puedan establecerse las que sean razonables de acuerdo con la naturaleza del servicio.

- La participación de los administrados en el ejercicio de las funciones públicas


No nos referimos en este momento a la participación política que se concreta en el derecho de sufragio activo y pasivo en los diversos procesos electorales (elecciones generales, autonómicas y locales), ni al ejercicio de funciones públicas en virtud de una relación de carácter profesional o política sino al acceso del administrado en cuanto tal a la toma de decisiones que pudieran afectarle aún cuando carezca de un interés personal directamente afectado. Esta participación, mediante la cual no se pretende otorgar a la Administración una legitimación democrática abstracta como la que posee el Poder Legislativo, persigue una aproximación entre la Administración y los destinatarios de su actividad de manera que se haga llegar a aquella los puntos de vista de éstos y, en muchos casos, también implicar a los administrados en los objetivos mismos y en unas decisiones en cuya adopción han tomado parte y de las que en último término son corresponsables.

La participación fue una de las grandes banderas ideológicas de los años setenta en casi todos los países europeos, incluido el nuestro, y uno de los grandes nortes de la doctrina jurídico-administrativa de aquella época y aunque han proliferado las técnicas de participación, el resultado global no puede calificarse más que de mediocre.

----------

Fuente:
Apuntes de Derecho Administrativo I para la Licenciatura y el Grado en Derecho (Facultad de Derecho, Universidad de Cádiz) de María Zambonino Pulito.

Imagen: Diego Cabezuela | Blog